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ida y vuelta
Columna
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En la biblioteca del azar

El azar te saca de quicio y cambia el rumbo de las lecturas, actuando de antídoto contra las obsesiones y las inercias, contra lo que se lleva

Antonio Muñoz Molina
Puestos de libros en la Cuesta de Moyano (Madrid).
Puestos de libros en la Cuesta de Moyano (Madrid).JULIÁN ROJAS

El azar es un eficiente bibliotecario ciego. A mí no para de regalarme novedades sorprendentes a las que nunca habría llegado a través del tosco algoritmo de las recomendaciones de Amazon. Amazon me llama de tú y por mi nombre de pila, pero no sabe a qué atenerse conmigo. Me propone atropelladamente lecturas de acuerdo con mis últimas búsquedas, pero como mi curiosidad es variada y caprichosa, el algoritmo célebre acaba confundiéndolo todo, y ya se ve que se rinde y me ofrece cualquier cosa, con una mezcla de sobreabundancia y de monotonía que es una receta segura para el aburrimiento lector.

El azar no se equivoca nunca. Es un bibliotecario anárquico que ignora las coacciones de la moda y de la actualidad. Sus aliados frecuentes son los vendedores de los puestos callejeros y los de las librerías de segunda mano. Una parte de mis mejores lecturas de los últimos 14 o 15 años solía encontrarla en los tenderetes de las aceras de Broadway, en el Upper West Side de Manhattan y más arriba, en Morningside Heights, en las cercanías de la Universidad de Columbia. Los estudiantes de Columbia iban por la calle ensimismados en sus móviles y ni siquiera reparaban en aquellos tesoros en venta por unos pocos dólares, pero había siempre haraganes sin graduación que pasaban el rato rebuscando libros y charlando con los vendedores, muchos de ellos personajes más estrambóticos que los de las novelas que ofrecían. No había clásico de la literatura universal ni obra maestra contemporánea que no pudiera encontrarse en uno de aquellos mostradores de aglomerado por un máximo de cinco dólares.

Uno cambia de continente y de ciudad, pero no “de vida y costumbres”, como dice el Buscón de Quevedo. Hace un par de semanas, en un puesto de esa feria de libros usados que se instala cada sábado a espaldas de la librería Bertrand, en Lisboa, al solecillo suave del invierno, encontré una antología de textos breves de Henri Michaux, en una de esas ediciones refinadas y austeras de Gallimard, la tipografía negra y roja sobre el fondo crema. Yo no tenía la menor urgencia y ni siquiera la menor intención de leer a Henri Michaux en este momento, pero el libro llegó a mis manos y se ha instalado ante mí con una apelación imperiosa, y ahora lo llevo conmigo, lo abro al azar y lo leo a rachas, y esta prosa inesperada agrega su tonalidad particular a la atmósfera de los días.

El azar te saca de quicio y cambia sin respeto el rumbo de las lecturas, actuando como un antídoto contra las obsesiones y las inercias, contra la seducción insidiosa de lo que se lleva. No hay propósito ni esfuerzo consciente que no pueda ser mejorado por la irrupción del azar. Cosas que me importan mucho de antemano se revelan superfluas y otras que surgieron sobre la marcha o por pura sorpresa me conceden redoblado lo que creí perder con la decepción de lo que más buscaba. Me pasa escribiendo igual que leyendo, o viendo películas, o escuchando música. Me pasa en casi cualquier circunstancia de la vida. Por eso voy aprendiendo a tomar con algo de escepticismo mis proyectos más firmes, y a permanecer alerta y disponible para lo que pueda presentarse.

Curzio Malaparte escribe con un desapego estético que hiela la sangre y de repente tiene arrebatos verdaderos de compasión hacia los inocentes y de asco hacia los verdugos

Voy muy rápido por la calle camino de una exposición que está muy recomendada y para la que se me hace tarde. Pero estoy pasando junto a los puestos de la Cuesta de Moyano y me cuesta mucho no acercarme a ellos. Unos minutos más que pierda y no me quedará tiempo para ver con algo de tranquilidad la exposición. Miraré uno nada más, un momento, sin detenerme, sin comprar nada, solo por ceder a la curiosidad, al hábito, al puro vicio. Un título atrae mis ojos, una portada llamativa, de aquella colección de bolsillo que publicaban colectivamente varias editoriales en los años setenta: Escritos sobre arte, de Jean Dubuffet. Son cartas, conferencias, artículos, apuntes sueltos, una promesa súbita, una tentación a la que no sé resistirme. El libro se publicó en 1975. Yo acabo de encontrarlo en 2018. Pero ya no hay tiempo. Y sin embargo, un poco más allá, otra portada me atrapa, más chocante todavía, exótica en su colorido vulgar y en su aire de época: Ka­putt, nada menos, de Curzio Malaparte, una de aquellas novelas “fuertes” y vagamente escandalosas que llegaban a las estanterías de la clase media española en los años sesenta, en la colección Reno, con portadas truculentas como carteles de películas, con la letra muy apretada y el papel muy malo.

Con los dos libros en la cartera llego muy apurado a la exposición. Me queda una hora para verla. La veo entera en 20 minutos, avanzando por las salas contra un gran glaciar de tedio.

Pero en el autobús, de vuelta a casa, ya voy sumergido por completo en Kaputt. La traducción, de 1962, es de R. Coll Robert. Curzio Malaparte fue un fascista de primera hora que luego se peleó con Mussolini y llegó a estar varias veces en la cárcel. Durante la II Guerra Mundial, trabajó a medias como corresponsal y como diplomático y escribió crónicas desde el frente del Este para el Corriere della Sera. Kaputt está escrita al mismo tiempo, sobre la marcha, como a borbotones, con una inmediatez y una visceralidad que resaltan aún más el horror de las experiencias que cuenta. Malaparte alternaba con algunos de los grandes matarifes nazis y con los diplomáticos de los países fascistas y los neutrales. También asistía a ras de suelo al espectáculo de las batallas, los bombardeos, las ejecuciones masivas, la extraña supervivencia de la belleza del mundo natural en los márgenes de la destrucción humana. Curzio Malaparte es un Céline de menos altura literaria, pero de semejante crudeza en la observación de lo espantoso. Escribe con un desapego estético que hiela la sangre y de repente tiene arrebatos verdaderos de compasión hacia los inocentes y de asco hacia los verdugos. Su retrato del genocida Hans Frank en el castillo de los reyes polacos de Cracovia tiene una cualidad de esperpento sanguinario. Haber visto tan de cerca a gente así y haber sobrevivido para contarlo sin perder la razón y sin contaminarse de vileza es una hazaña que va más allá de la literatura. El testimonio de lo que se ha vivido adquiere una vehemencia de pesadilla surgida de la fiebre.

Termino Kaputt y lo pongo al lado de Dubuffet y de Michaux. Quiero formar una biblioteca rigurosa hecha exclusivamente con los mejores hallazgos del azar.

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